A veces sueño que vuelo, voy de cielo en cielo
A veces sueño y te veo, que el mundo se entere
Que sepa lo que le mueve…[1]
Fuel Fandango
Cuando piensas en una chica, cuando piensas tanto en ella que te olvidas de todo lo demás, cuando piensas sin parar y repites continuamente su nombre, pierdes todo instinto de supervivencia.
Te sucede, cuando piensas tanto en una chica, que estás distraído, terriblemente distraído. Empiezas por olvidar sacar la basura. En menos de una semana te encuentras la cocina tan llena de bolsas para reciclar que te es imposible cocinar.
Llegado a este punto recoges toda la basura y sales de casa, pero nada más cerrarse el portal a tus espaldas, te das cuenta de que has dejado dentro las llaves. Te sucede, cuando no logras sacarte a una chica de la cabeza, que tropiezas mucho más a menudo: en el apartamento, por la calle o en el trabajo. No tenías tantas raspaduras ni cuando eras niño. Junto a las sienes llevas dos esparadrapos en x, una tontería que habías visto sólo en los dibujos animados japoneses. Te has desollado la palma de la mano derecha y, a pesar del vendaje, te hace tanto daño que no soportas ni siquiera apoyarla sobre el volante. Cuando la mano sana estás contentísimo de volver a coger el coche. Pero tu cabeza aún está llena de pensamientos, y así de vuelta del trabajo no ves el tranvía que llega desde una perpendicular, ves sólo una gran luz cuando ya no puedes evitar el impacto. Tú no te has hecho nada, el tranvía no se ha hecho nada, ni siquiera los pasajeros se han hecho nada y el conductor te deja marchar. El coche, con el lateral casi destrozado, logra llevarte hasta el garaje de debajo de casa, después decide morir. El chapista y el mecanico dicen que son más de dos mil euros de desperfectos, pero tú estás vivo, no te han puesto una multa y no has perdido puntos del carnet. Y en realidad estás pensado en otras cosas, estás pensando en un sms que te ha enviado esa chica. No es que te haya escrito algo importante, el hecho mismo de que te lo haya mandado es un buen augurio.
Pasan los meses, los encuentros con la chica siguen siendo escasos, no has hecho avances, hay un obstáculo que no te ha hecho avanzar, conocías este obstáculo desde el inicio, pero igualmente esperabas enamorarla. No lo has logrado y entretanto te estás arriesgando a morir, como peatón ahora que no tienes dinero para arreglar el coche.
También habrías decidido que esta vez no te importaría morir, pero la situación ha llegado a un punto muerto: no los has logrado y no lo lograrás jamás, no puedes continuar tomándote el pelo. Mientras que antes el pensar en la chica, además de intentar matarte, te daba fuerzas, ahora, sin dejar de intentar matarte, te provoca dolor, un dolor que no sabes cómo soportar.
Ya te ha pasado algo similar, al menos dos veces.
Tenías diecisiete años, estabas de camping en la montaña y había otra chica, Dina, con la cual estabas seguro de tener algo. Después había llegado tu hermanastro, ese de Milán, el hijo del marido de tu madre, y Dina se había hecho novia de él. Habías logrado ponerte en pie, tres días después, escuchando una canción en el bar del camping. Era Una musica può fare de Max Gazzé. Tú y un amigo tuyo, también él en crisis por algún motivo que ahora se te escapa, habíais hecho una escapada con su scooter, a lo largo de un sendero de la montaña, cantando a grito pelado la canción de Max Gazzé, y el dolor se había desvanecido.
Antes aún, a los quince años, habías pedido una cita a aquella compañera de clase que te gustaba. Os habíais encontrado en el jardín público del pueblo. Te habías declarado y ella había respondido que no, que no quería estar contigo, y después había añadido un montón de palabras a las que no habías logrado prestar atención. Se había levantado y te habías quedado solo, en aquel banco, en el centro justo del jardín público. Te habías quedado allí quizás durante una hora, incluso aunque se puso a nevar.
Te costaba, sobre todo, tener que verla todos los días en la escuela, a pocos asientos del tuyo. Regresabas a casa y no sabías qué hacer, paseabas nervioso por los cuartos.
A veces, si tu madre y su marido no estaban, pegabas puñetazos a la pared hasta que los nudillos empezaban a sangrar. Si estaban, te encerrabas con llave en tu dormitorio y te ensartabas repetidamente, sin llegar nunca muy hondo, una aguja en la palma de la mano. Una semana o diez días después, habías escuchado la intro de Money de Pink Floyd, el ruido de la máquina tragaperras y el riff del bajo, y todo había pasado.
Entonces toda tu vida cambió. Ya no vives en un pequeño pueblo del sur, vives en Roma, ya no eres un adolescente, estás en la treintena, pero el tipo de dolor es el mismo. Ya no piensas en las agujas ni en los puñetazos contra el muro, piensas todavía que una canción podría hacer desaparecer el dolor o al menos volverlo soportable. Te preguntas cuánto hará falta para encontrar la canción justa, quizás ya no escuchas tanta música, pero la adolescencia y post-adolescencia te han dejado en herencia un centenar de cds. Doscientos cincuenta y seis discos originales más un centenar de cintas, para ser exactos. Te tomas una semana de vacaciones, no sales de tu apartamento, empiezas a escuchar los cds, un minuto cada track. El primer album que pones es “Pink Moon” de Nick Drake, pero no dejas de pensar en que Nick Drake se suicidó. Escuchas “The room is on fire” y “Is this it” de los Strokes, pero dejas ambas a mitad porque la voz arrastrada y lastimera de Julian Casablancas te pone de los nervios. Escuchas “The Eraser” de Tom Yorke, “In the court of Crimson King” de los King Crimson, “Acid Eaters” de los Ramones. Escuchas “Satan Circus” de los Death in Vegas, en la cual por un segundo te parece haber encontrado la canción justa, la versión en directo de Scorpio Rising, que sin embargo, después de que la has escuchado un par de veces entera, se muestra un error. Escuché “London calling” de los Clash, “Led Zeppelin” de Led Zeppelin y “II” de Led Zeppelin, “Le Vibrazioni” y “Il” de Le Vibrazioni, “Let it be” de los Beatles, “Elephant” de White Stripes. Escuché el “Best of” de Mano Negra, el “Best of” de Sigue Sigue Sputnik, el “Best of” de los Articolo 31, “Tourist” de St. Germain, “Zero” de los Bluvertigo, “XXX” de los Negrita, “Terra” de L’Officina Zoe’ y después los nombres se confunden. Al final de la jornada la mitad de tu salón está llena de cds, desparramados y sin funda, que colocas uno sobre otros, en pilas ordenadas, sin preocuparte de meter los cds en su funda correspondiente, mientras sigues sufriendo por esa chica. Tras horas de estar con el culo sobre el suelo, de frente al equipo de música, te sientas en el sofá. Te duelen las costillas, de improviso no logras respirar, te asustas, tienes miedo de que te dé un infarto. A pesar de ello, esa tarde vuelves a fumar.
Te quedas prácticamente encerrado en casa durante tres o cuatro semanas, pierdes la conciencia del tiempo, sales sólo un par de veces para hacer la compra: cerveza, agua y comida en conserva. Escuchas durante horas los cds, siempre sentado en el suelo, de frente al equipo de música. Al final de las tres o cuatro semanas los has escuchado todos, todos los tracks, un minuto cada track. Al comienzo de la segunda semana, por la mañana, te llama por telefono Claudio, tu jefe. No está enfadado, parece preocupado. Tú le respondes: “No sé exactamente cuándo volveré, si es que vuelvo, puedes despedirme si supone un problema”. Él permanece en silencio. Tú cuelgas.
Esa misma tarde Claudio vuelve a llamar. Grita, no logras entender qué está diciendo. Lo invitas a que se calme. Toma aliento, dice: “No puedes abandonarme así, eres un traidor, ¿cuánto te han ofrecido?” Al principio no tienes ni idea de qué está hablando, luego sacudes la cabeza y te preguntas cómo se le ha pasado por la cabeza que, en una época de crisis como ésta, te hayan podido ofrecer otro puesto de trabajo. Claudio sigue hablando, te ofrece primero doscientos, después trescientos euros más al mes. “Sólo estoy cansado, necesito tiempo” dices. “¡Con todo el puto dinero de más que te doy y no apareces!” grita él. “¡Eres un mierda!” grita antes de colgar.
Sigues escuchando los cedes, el resto del tiempo lo pasas sobretodo durmiendo. Comes poco, fumas mucho, bebes un par de cervezas al día. Tienes un dolor de cabeza ligero, pero constante, quizás debido a la música. Conservas una higiene personal digna, no respondes a las llamadas de los amigos.
A la tercera o cuarta semana Claudio llama de nuevo. Respondes por curiosidad. Estás sentado en el suelo, de frente al equipo de música. Al lado de una de las dos cajas hay unos pocos cds, una treintena, que no has escuchado todavía. Claudio te pide perdón, dice: “Te llamo como amigo”. Te parece oírlo sollozar. “No logro seguir adelante así” dice, “no es sólo el trabajo, siempre te he considerado un amigo”. “Tú no lo sabes” sigue, “pero una familia, tener una familia no es fácil. Y después en el trabajo… tú eres el único que me comprende.” Tú no tienes ni idea de qué quiere decir Claudio, pero le respondes: “Es verdad, te entiendo, sólo necesito un poco de tiempo”. “Tómate otros quince días” contesta, “pero prométeme que volverás.” Te apresuras a decir: “Volveré, volveré, de verdad que volveré, volveré pronto” porque te parece que ha vuelto a sollozar y te sientes incómodo por él.
Durante unos cuantos minutos después de la llamada piensas en Claudio. Piensas en tu madre que te explicaba que las desgracias de los otros sirven para Hacernos apreciar nuestras vidas, aunque ella se refería a los lisiados, lo cual es peor todavía. Piensas que lo más triste de eso es que esa perla de sabiduría se la había endosado un cura.
Piensas que no sabes nada de Claudio, que no has visto nunca a sus hijos, has visto una sola vez a su mujer, en el trabajo, pero no recuerdas su cara. Te deprimes. Después vuelves a pensar en esa cicha que estás tratando de olvidar, tienes de nuevo esa sensación de sofoco, enciendes un cigarro, aspiras con nerviosismo, vuelves a respirar. Pones sin convicción los cds de la última pila: la banda sonora de Grease, la banda sonora de American Graffiti, la banda sonora de The Dreamers, la banda sonora de Las vírgenes suicidas. Crees que por fin has encontrado la canción justa escuchando Boys say go! de “Speak & Spell” de Depeche Mode, una ilusión que dura poco. Después “Definitive” de INXS, “Riot on an ampty street” de King of Convenience y la “Carmen” de Bizet en la grabación de 1964 de la Filarmónica de Viena dirigida por Von Karajan, el dolor de cabeza ya no es tan ligero. Te esfuerzas en escuchar la “Sinfonía nº 38″ de Mozart, los “Improptu” de ChopIn tocados por Arrau, “Love, Angel, Music, Baby” de Gwen Stefani, “Under my skin” de Avril Lavigne, “Let go” de AvrIl Lavigne, “Le Onde” de Ludovico Einaudi, un recopilatorio de Lucio Battisti, un recopilatorio de las Orme, un recopilatorio de Skiantos. Es ya por la mañana cuando escuchas “Hai paura del buio?” de los Afterhours, “Dragostea compilation”, “Striscia la compilation”, “Hit Mania Dance 2009″ y “Anche i pigri nel loro intimo fanno sport” del Piccolo grupo intimo.
Todo ha sido inútil. Después de tres o cuatro semanas y de escuchar trescientos cincuenta y seis discos, mientras estás todavia sentado en el suelo de frente al equipo de música, la imagen que tienes ante los ojos -que en realidad visualizas apenas cierras los ojos, una imagen que lo llena todo, como si fuese un fresco que ocupa toda una pared, no la pared de tu salón, sino de toda una basílica del renacimiento- es la imagen de esa chica. Recuerdas la absoluta certeza de felicidad que ella te daba cuando estábais juntos.
No te rindes, decides que debes acabar de cualquier modo con esa chica. Una canción, una sola canción y te olvidarás de ella, todavía tienes confianza.
No sabes cómo no has pensado en eso antes, irás al local que has frecuentado todo el otoño, el Vicious. Al Vicious, aunque también está lleno de chicas hermosas y hacen ese cocktail con tanto alcohol y tan bueno de cuyo nombre nunca te acuerdas, vas sobretodo por la música. Sobre todo por la música del Red Room. Allí ponen esos temas que no conoces -o porque eres demasiado viejo o porque siempre has ignorado la escena indie rock- pero que logras bailar por dos horas seguidas sin alejarte nunca de la pista. Te gusta tanto esa música que un par de veces te ha pasado, antes del cierre, pararte a hablar con el dj y pedirle información sobre su repertorio. Ahora distingues algunos grupos y algunas canciones.
Duermes todo el día, te despiertas a las 18.00 y vas a Le Figarò, tu peluquero de confianza, de origen de la Campania. Al volver a casa te paras en la carnicería y en el supermercado. Te afeitas, te pones la crema hidratante en la cara. Te pegas una ducha. Comes solomillo de ternera danesa y tomates de Pachino. Descansas otra hora y media. Te lavas los dientes, te pones los vaqueros que más te gustan, la camiseta negra que tiene escrita The End y un jersey azul. Te pones las lentillas, gomina en el pelo, te pones tu chaqueta entallada y estás listo para salir.
Al subir al tranvía te das cuenta de que la dirección que has cogido es la misma que la que tomarías para ir a buscar a esa chica.
Te esfuerzas por pensar en otra cosa. Pegas la nariz a la ventanilla semiempañada y observas los corrillos de jóvenes africanos y de jóvenes sudamericanos frente a los bares de la vía Prenestina. No puedes oírlos, pero por sus gesticulaciones comprendes que hablan en voz alta y que ríen groseramente. Hay pocas chicas y todas vestidas como prostitutas. Quieren dar un braguetazo, pero no tienen dinero para vestirse bien y no saben maquillarse, te dices sin creértelo. En parte estás logrando no pensar en ella, pero te das cuenta de que no es ese el quid. No te hace mal pensar en la chica, sino darte cuenta de su ausencia. No te sucedía lo mismo con las otras. Confrontas tus estados de ánimos: con ella y sin ella. Sin ella te sientes como el autor de aquel libro, I camelli polari, que en las últimas páginas, después de haber perdido a su compañera y a la hija de su compañera (a quien quiere como si fuese su propia hija), dice de sí mismo: “Y pensaba en la vida que se le había esfumado: la futura. Se sentía prisionero en una cárcel aérea, ubicuo, inmaterial, que provenía del futuro, donde cada movimiento habría sido impedido y cualquier suceso se habría verificado en una zona muerta para él”.
Te bajas del tranvía en Porta Maggiore. Ves a un grupo de estranjeros delante de la máquina de tabaco de la plaza. Hablan en español. Se llevan a la espalda unas botellas de plástico. Estudiantes, piensas. Cuando ya has entrado en calle Giolitti te giras para mirarlos. Se están yendo hacia San Lorenzo, en la dirección que deberías tomar si fueses a buscar a esa chica. Dos de ellos se quedan atrás. Él la empuja contra el muro, con dulzura. Se besan. Piensas en una frase estúpida que has leído en un blog: “No existen los amores imposible, existen sólo las personas que no quieren arriesgarse”.
Piensas que quizá haya todavía un modo para conquistar a la chica que vive en San Lorenzo, pero enseguida notas un profundo sentimiento de vergüenza. Agachas la cabeza y vuelves sobre tus pasos.
No hay nadie delante del Vicious. Llamas, pero no responden. Miras por el cristal, pero está demasiado oscuro para distinguir nada. Cuando empieza a llover, miras la hora y te das cuenta de que las veces anteriores habías venido más tarde. Podrías resguardarte bajo el toldo del local, pero te quedas sin moverte. Te pones a pensar en por qué no ha funcionado lo de la chica de San Lorenzo. No siente nada por mí, es sencillo, piensas. Piensas que el obstáculo no tiene nada que ver en realidad, ella no te ama, es sencillamente eso. Como tienes de nuevo esa sensación de sofoco, enciendes un cigarro.
Abren desde dentro. Es un empleado. Normalmente controla que los clientes estén en la lista o que tengan la pulsera para entrar. Es de color, lleva traje y tiene un aspecto muy distinto. Te sonríe. Todavía estamos cerrados, pero si quieres puedes entrar, dice. Pero deberás apagarlo, añade señalando el cigarro.
Nada más entrar, lo pierdes de vista. Miras un momento alrededor, pero no lo encuentras. No logras entender dónde ha acabado porque, aunque hay varios ambiaentes, el local es pequeño. Nunca te acuerdas de la cantidad de espejos que hay. Con las luces encendidas el aspecto es completamente distinto. Iluminado así se parece a un club de striptease.
El barman no está en la barra. Avanzas hasta una salita con unos sofás de piel roja. En el ángulo opuesto a la entrada hay un hombre y una mujer que hablan. A tu derecha dos chicas fuman. Tienen el maquillaje deliberadamente corrido y el pelo deliberadamente despeinado. Sobre sus cabezas campea un cartel de No fumar. Decides sentarte junto a las chicas y encenderte otro cigarro. Intentas escuchar a la pareja del fondo de la sala, pero el tono de sus voces es demasiado bajo. Él tiene en la mano una libreta de notas y cada tanto toma apuntes. No mira lo que escribe, sigue mirando fijamente a los ojos de la mujer y sonriéndole. Ella, ahora la reconoces, trabaja para el local. Cruza las piernas musculosas pero esbeltas, piernas de bailarina. Tiene los dedos largos y las uñas estremadamente cuidadas, con las cuales a intervalos regulares roza las rodillas del hombre. Para pasar el rato, mientras esperas a que el Vicious se llene, te inventas un juego. Sustituyes las palabras que no puedes oír por un diálogo que tuviste un par de meses antes con la chica de San Lorenzo.
La mujer con las piernas de bailarina acaricia al hombre y dice: “En el amor vence siempre quien se aleja”.
El hombre con la libreta de notas le sonríe y responde: “No siempre es así”.
La mujer con las piernas de bailarina se inclina, se retira un mechón de pelo de la frente y dice: “Me gusta cuando alguien me dedica una canción o una poesía”.
El hombre con la libreta de notas permanece en silencio, toma apuntes y dice: “Sí, entiendo”, pero tiene la mirada aturdida, como si tuviese algo de demasiado peso en la cabeza, y como si no supiese qué hacer con él, aunque la cabeza corra el riesgo de separársele.
La mujer con las piernas de bailarina acerca los labios a la oreja del hombre y le susurra algo. Después de volver a apoyar la espalda en el sofá y haber invertido la posición de las piernas cruzadas, añade: “Eres la única persona a la que se lo he dicho”.
El hombre con la libreta de notas sabe que el secreto de la mujer no es tan importante, pero que el hecho mismo de que haya decidido compartirlo con él es un buen presagio. Entonces parpadea y rompe a reír de felicidad.
Mientras el hombre de la libreta de notas ríe, cierras los ojos. Las semanas pasadas escuchando cds te han dejado agotado. Cuando te despiertas, no hay nadie en la habitación. Las luces están tan tenues que dudas si no te has perdido la velada y te has quedado encerrado por error en el Vicious. En realidad han pasado pocos minutos. Vuelves al pasillo central. No hay más de una decena de personas que entran y salen de las tres salas. Llegas a la barra donde el barman está preparando unos vasos. Le preguntas por un cocktail de cuyo nombre no te acuerdas. Te pasa la carta con una sonrisa que te deja a gusto. Dice que puede prepararte cualquier cosa, aunque no aparezca allí, basta con que te acuerdes del nombre. Es este, dices, Vicious Extremly.
Te alejas con el cocktail y das una vuelta por el local. Vuelves a ver al hombre de la libreta de notas. Junto a él hay una chica que está sacando fotos. Mientras vuelves al bar chocas con un tipo extraño. Lleva pantalones de piel, una chaqueta desabotonada y un perfilador de ojos cargado entorno a los ojos. Le sigue un rubio, también maquillado, con un escote tan pronunciado que parece que lleva la camiseta rota. Se paran frente al hombre de la libreta de notas y a la muchacha con la cámara de fotos. Tras una breve discusión, los dos chicos maquillados vuelven a la carrera hacia la entrada. Tú vas al bar. Te encuentras con otro barman. “¿Y el barman de antes?” preguntas. Le han llamado por teléfono, ha tenido que huir, te dice. Sientes la necesidad de algo más fuerte que un Vicious Extremly. Esperas que él también pueda hacerte un cocktail que no esté en la carta.
Mientras la gente comienza a afluir, permaneces apoyado en la barra bebiendo el Invisible más bueno que hayas probado nunca.
La música ambiente que se oye en el pasillo central no te distrae de tus pensamientos, es más, favorece el recuerdo de cuando habías intentado escribir un poema para la chica de San Lorenzo. Justo después de que ella te dijera cuánto le gustaría que le dedicasen poemas, habías corrido a una librería y habías comprado aquel libro, Los instrumentos de la poesía. Te lo habías estudiado en pocos días y habías practicado durante casi dos meses. Al fin habías comprendido que te habrían hecho falta tantos años para escribir unos versos que considerases al menos mínimamente dignos de esa chica de San Lorenzo, que a ella le habría dado tiempo a casarse, tener niños y, a su vez, verlos casado. Habías pensado entonces en dedicarle un poema de algún poeta importante. La busqueda había resultado más difícil de lo previsto. Te habías acordado de que entre los muchísimos poemas de amor que habían sido escritos, poquísimos se podían dedicar a una chica que todavía debes conquistar. Ante todo hay una infinidad de poemas pícaros (Neruda) o que se dirigen a mujeres que ya aman al poeta (también Neruda) o que sirven sólo para satisfacer el ego del poeta (siempre Neruda). Después hay poemas que empiezan como celebraciones de la belleza de la mujer amada, pero continúan como celebraciones de la belleza del mundo y terminan inevitablemente como invectivas contra la crueldad de la vida (Rimbaud y Leoparde). Después de haber excluído los poemas malos (todos los poetas pésimos y la mitad de la producción de los buenos), los poemas insinceros (todos los poemas de amor de los poetas buenos y malos y la mitad de los poetas excelentes) y aquellos demasiado desesperados (la casi totalidad de la lírica amorosa que queda de los poetas excelentes), habían quedado: las escenas de amor de los dramas de Shakespeare, que -habría podido objetar la chica de San Lorenzo- aun estando escritas en verso, no son poemas;
el primer verso de un poema de Montale (“Pienso en tu sonrisa y es para mí un agua límpida”), poema que sin embargo prosigue como un himno a la amistad y que por tanto habría podido llevar a equívoco; un verso de Walt Whitman (“Estábamos juntos… todo el resto del tiempo lo he olvidado”) que habías estado a punto de recitarle pero que después habías temido que le hubiese podido parecer demasiado superficial y, por último, ¿Qué es poesía? de Gustavo Adolfo Bécquer (¿Qué es poesía?– dices mientras clavas / en mi pupila tu pupila azul / ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas? / Poesía… eres tú.), que habría sido perfecta -por su simplicidad, por su sinceridad, por el destino trágico del amor de Bécquer- si los ojos de la chica de San Lorenzo, aunque encantadores, seductores y maravillosos, no hubiesen sido inequívocamente castaños.
Una mano en la espalda te saca de tus pensamientos. Es la fotógrafo a la que habías visto junto al hombre de la libreta de notas. Te pregunta si puede sacarte una fotografía. Respondes: “Sí, claro. Pero antes, aclárame una curiosidad: ¿que querían esos chicos extraños, aquellos maquillados?”
Ella se ríe, dice: “No son chicos extraños, son los organizadores de la velada. Él y yo” señala al hombre de la libreta de apuntes que hace cola en la caja del bar “estamos escribiendo un artículo sobre el Vicious y no nos hemos puesto de acuerdo en cuanto a las fotos. Ellos no querían que fotografiásemos a las personas, pero los he convencido.”
Te tomas el último trago del Invisible.
“Les he explicado que no fotografío a las personas, que fotografío fantasmas” sigue diciendo y te enseña la pantalla de la cámara digital.
En las primeras fotos la gente está desenfocada y en las siguientes está semi-transparente.
El último fotograma, muestra, en mitad del pasillo central, una pierna a la cual no hay adosado ningún cuerpo. No hay otras personas en la foto. Al fondo la barra del bar, alrededor el pasillo vacío, en el centro esa pierna, casi una sombra, que parece llevar una bota de mujer, con un lazo o una flor a la altura del tobillo.
“¿Qué es?” preguntas.
“Te lo he dicho. Fotografío fantasmas” te responde, riendo de nuevo. Después se aleja unos pasos, te saca una foto y sin despedirse se pierde en la multitud que ya ha invadido el local.
Pasas las dos horas siguientes en el Red Room, la música es tal y como la recordabas y te ayuda realmente a no pensar en la chica de San Lorenzo. Bailas todas las canciones, sin parar. Los chicos y chicas que te rodean te ponen de buen humor. Sonríen, beben y, como tú, no paran ni un segundo. Como de costumbre, no reconoces las canciones, una vez te parece que un par de ellas son de un grupo o de una cantante de la que has visto algún vídeo y que se llama Kap Bambino. Son las tres pasadas cuando el dj pone una canción de la que conoces tanto el título como los intérpretes.
Es “Black Sheep” de Metric. Cuando todavía la cantante está repitiendo el título de la canción, con un timbre bajo y aspirado, con una sensualidad de chica mala, estás a pique de resbalar y te das cuenta de que tienes un zapato desatado. Mientras lo atas, levantas un poco la cabeza y ves una bota roja de mujer, con la reproducción en rosa de una mariposa a la altura del tobillo. La bota sigue el tempo de la batería que ha sustituido a la voz femenina. Subiendo con la mirada, te esperas encontrar una pierna cortada que baila en el centro de la pista. En vez de eso, la ves a ella.
Viste una vestido corto negro, que deja bien descubiertas las piernas y se adhiere perfectamente al cuerpo sutil. La parte superior del vestido contiene apenas los pechos, llenos y largos como los recordabas. Llegas a mirar su cara en el momento en que, pestañeando hacia ti, canta la primera estrofa real de la canción: “Hello again, friend of a friend, I knew you when / our common goal, was waiting for, the world to end”. No sabes porqué, pero esas palabras te suenan a amenaza.
Ella es Natalie, la chica con la que perdiste la virginidad. Tú eres calabrés, ella es napolitana. Os conocisteis en Maratea, en Basilicata, donde ibais a la playa con vuestros padres. Tú tenías diecisiete años, ella dieciséis. Natalie iba cada domingo a misa, tenía notas inmejorables en la escuela y era una de las mejores alumnas que jamás había tenido su conservatorio. Pasabais las tardes en Maratea volcando contenedores, rompiendo ventanas y robando ciclomotores que después abandonabais o despeñábais por precipios. Hacíais el amor en su apartamento, cuando los padres se iban a un pueblo cercano a bailar agarrados. No podíais veros excepto en verano, sus padres eran muy estrictos, la obligaban a estar todo el día con el pianoforte o sus libros. Su padre te odiaba. En la playa, cada vez que os veía bañaros juntos –ella se bañaba solamente si estabas tú, si no permanecía durante horas sobre la toalla tomando el sol-, estabas seguro de que estaba elaborando un plan para asesinarte.
Después del verano con ella te quedaba siempre una sensación de insatisfacción. Como si vuestra relación no estuviese a la altura de las expectativas de los meses precedentes. A excepción de la atracción física, que te parecía que crecía verano tras verano o precisamente era eso lo que de verdad os mantenía juntos.
En su primer año de universidad, tu segundo, habías ido a verla a Nápoles, pero habías rechazado la invitación de quedarte a dormir en su casa. Le habías dicho que te daba vergüenza, pero la verdad es que tenías miedo de que hubiese un plan del padre para liquidarte.
Ella decía que no estaba pillada, pero tú sabías lo unida que estaba a su familia. Después de un mes había venido a Roma. Habías programado un fin de semana juntos, pero a las ocho de la tarde del viernes, de improviso, Natalia había dicho que debía volver a Nápoles, porque sus padres no le habían dado permiso. Sabías que era una excusa, que le había dicho a sus padres que había ido a Roma a ver a una excompañera de clase. Pero la habías dejado marchar.
Os habíais insultado por teléfono durante dos semanas, acusándoos el uno al otro de inmadurez.
Después, pacíficamente, habíais concluido que no estábais lo bastante pillados para poder seguir con una relación a distancia. Desde entonces, no habíais sabido nada más el uno del otro.
Natalie se acerca. Te besa en la mejilla y te hace señas de seguirla hacia el bar.
Tiene la piel blanquísima como al inicio de cada verano (no te explicas cómo logra broncearse tanto sin quemarse nunca), las mismas señales de pecas en la nariz, el mismo espacio pequeño entre los incisivos.
Te dice que vive en Roma desde hace unos meses, que ha venido al Vicious con su novio, pero que estaba cansado y se ha ido a dormir. Aclara que no es una historia importante.
“Una chica, con una máquina de fotos… me ha enseñado tu pierna… quiero decir, una foto donde sólo aparece tu pierna” le dices.
“¡La chica de los fantasmas! ¿Has visto la foto?”
“Sí, pero cómo…”
“Es fácil, basta con alargar el tiempo de exposición”, dice ella, mirándote fijamente como si estuvieses a punto de desaparecer.
Estáis de nuevo en la Red Room. Mientras bailáis, Natalie acerca la barbilla a tu espalda. Sientes el calor de su respiración. “Me ha gustado mucho volverte a ver” dice.
Sólo ahora su voz te parece la misma de la chica con la que has pasado tantos veranos. La ves en un banco del puerto, la noche antes de tu partida. Tiene dieciséis años, el pelo largo y muy rubio. Clava las uñas en tu costado. Te está haciendo daño, pero no tienes el valor de decírselo. Con la misma voz idéntica de entonces sigue repitiendo: “Promételo, debes prometerlo”. No sabes qué te ha pedido que le prometas, quizás que no la engañarás, quizás que la llamarás todas las noches. Os volveréis a ver el verano siguiente, después de meses de silencio. Y será distinto, a pesar de las apariencias será distinto. Te acuerdas ahora, diez años después, mientras bailáis en la Red Room. Mientras por un instante crees poder olvidarte de la chica de San Lorenzo. Justo antes de darte cuenta de que en ciertos laberintos no se puede dar marcha atrás. Y de que los desiertos imaginarios son tan peligrosos como los reales.
Sin dejar de bailar ni de sonreír, te acuerdas de la primera vez que viste a la muchacha de San Lorenzo. Su piel emanaba un resplandor extraordinario, como si atrayese una cantidad de luz reduplicada con respecto a las personas que la rodeaban. Pensaste que alguien había recuperado un deseo del fondo de tu alma, un deseo maravilloso y olvidado y que ese deseo se había materializado allí, a pocos pasos de ti.
Cuando cruzaste tu mirada con la suya, te habías dicho que en los ojos de la chica de San Lorenzo se escondía el mundo real, un mundo en el que nadie ponía en tela de juicio la existencia del alma y también se podía ser feliz. Te habías dicho que el mundo en el que habías vivido hasta entonces era sólo una fachada, una fachada sostenida por el armazón de un set cinematográfico. El set era el de una película muy triste, en la que el Planeta se transformaba en un inmenso cementerio. Y todos los nombres que leías sobre las lápidas del cementerio –no sabías porqué, pero eso aumentaba tu tristeza- eran nombres de mujeres: esforzadas estudiantes, madres adorables, esposas jóvenes, niñas esposas.
En el local han encendido las luces. Natalie va al baño, te dice que las esperes fuera. Podemos desayunar en tu casa y así por fin la veo, te dice.
Respondes que sí, qué otra cosa puedes hacer, piensas.
En las calles todavía está oscuro. Las personas se demoran en la acera. Se encienden un cigarro, comentan la velada.
Natalie, Natalie, repites en voz baja, cabeceando. De pronto te preguntas qué estará haciendo en ese momento la chica de San Lorenzo, si se estará aún despierta, si estará con alguien.
La primera vez que habíais salido solos, la chica de San Lorenzo estaba muy nerviosa. Apenas te había saludado y se había encendido un cigarro. Temblaba. Lo gracioso era que también tú súbitamente te habías encendido un cigarro y habías empezado a temblar. Habíais ido al cine y la película os había parecido muy hermosa, seguramente más hermosa de lo que sería en realidad. Habíais ido a una pizzería, luego a un pub donde tocaba un grupo de soul, después habíais paseado por las calles del barrio hablando de quiénes erais y de lo que habríais hecho juntos.
Al volver a tu apartamento no lograbas quedarte dormido. Siempre habías creído que el paraíso, en el caso remoto de que hubiese existido, habría sido un lugar aburrido. Creías que ninguna sensación de éxtasis celeste, o lo que fuese aquello, habría podido dar la felicidad a nadie por un tiempo infinito. Sin embargo, después de aquella velada, te habías convencido de que incluso una única milésima de la felicidad que experimentabas cuando estabas con la chica de San Lorenzo habría sido semejante a un millar de eternidades, a un millar de paraísos.
En un momento dado, en el corazón de la noche, habías pensado que no tenías el derecho de ser tan feliz. No sabías explicar por qué pero estabas seguro de que eras un impostor. No comprendías cómo la chica de San Lorenzo no se había dado cuenta. Te habías quedado dormido ya por la mañana. Habías soñado que alguien intentaba ahogarte. Era un sueño que tenías a menudo. Esta vez, sin embargo, mientras te ahogabas, tenías una sensación de liberación. Te lo merecías, pensabas en el sueño, porque habías hecho algo horrible. Te habías despertado jadeando y después de algunos segundos te habías vuelto a dormir. Habías soñado de nuevo. Te habías tumbado boca abajo en tu cama, en tu apartamento. Sabías que estabas allí, pero no ojos no lograban abrirse. No te preocupabas, porque creías que se debía al enorme cansancio. De improviso sentías un peso en la espalda. Intentabas levantarte y la presión aumentaba. No podías moverte, ni los brazos ni las piernas, nada. No podías gritar. Alguien te hacía daño. Lo que te hacía sentir peor era no saber quién era. Cuando te levantaste, registraste todo el apartamento como si el violador fuese real. Como si hubiese entrado en la casa para sorprenderte en el sueño, con el fin de dejarte en la duda de si se trataba de una pesadilla.
Después de algunos minutos te habías dado cuenta de que no podía haber entrado nadie. Habías ido al baño y te habías lavado la cara. Te habías mirado al espejo. No había sucedido aquella noche, pero había sucedido. En aquella casa, en aquella cama. Creías que habías logrado hacerlo desaparecer, pero entonces salía a flote. Estabas aterrorizado, estabas bañado en lágrimas. Te habías acordado de que habías sido tú el violador. Te habías mirado fijamente en el espejo. En lugar de ojos había dos agujeros negros. En ese momento te habías despertado de verdad.
Cuando al día siguiente habías visto a la chica de San Lorenzo, estabais en un parque enorme, en compañía de otras personas. Durante horas no habías logrado dirigirle la palabra. La observabas como si perteneciese a otra dimensión. Finalmente habías logrado pedirle dar un paseo. Habíais caminado de la mano, perdiendo de repente el sentido de la orientación, dando más vueltas que los propios caminos. Cada tanto apretabas su mano más fuerte, como si tuvieses miedo de que de improviso pudiese disolverse en el aire. Mientras os besabais, su pelo acababa en tu boca, tantísimo pelo. No os habíais detenido, habíais continuado como si no tuvieseis tiempo de quitarlo. Después del beso os habíais mirado durante mucho tiempo a los ojos. Quizá en los míos ve dos agujeros negros, te habías preguntado. Entonces más tiempo aún había durado el paseo de vuelta. Pasabais siempre por los mismos sitios, como si estuvieseis en un laberinto. Ella había vuelto a casa antes que tú. Se había alejado caminando de espaldas, mirándote como si supiese cosas que no habrías sabido nunca y que ella no te habría nunca revelado. Tenías la impresión de que la vegetación se estuviera haciendo más rala y que de un momento a otro el parque se habría llenado de lápidas.
Vicious Club
Via Achille Grandi 7/a
El Vicious nace en otoño de 2010 de las cenizas del Maxx Bar, durante años punto de referencia entre los locales gay & friendly romanos. A diferencias de su predecesor no se dirige a un público bien definido. La selección la hace la oferta musical, la calidad del bar y el ambiente al mismo tiempo estiloso y anticonformista. La única forma de promoción del Vicious és el boca a boca. Hay tres salas pequeñas y un pasillo central. Los empleados, dirigidos por Francesca, es parte del vecino Micca Club, del cual el Vicious representa una especie “lado oscuro”. La clientela es muy sociable. Se baila hasta primeras horas de la mañana.
Alchemy
No se sabe muy bien si Alchemy nació a partir del Vicious o fue alcontrario. Tiziano, Edoardo y Simno, los tres organizadores de la fiesta, vienen respectivamente de las experiencias de Ritual, Stakanovismo y Kill your idols. La idea era dar vida a un evento que evocase la atmósfera de los clubs underground de Nueva York y Berlín. Cada sábado se proponen al mismo tiempo dos sesiones de dj. En la sala principal la música es electro, tecno sobre todo. En la Red Room la oferta deriva entre lo alternativo, el gótico, la new wave. Antes de la sesión de dj, a veces, se pueden escuchar directos muy particulares, como un concierto de arpa o un cuarteto de instrumentos de arco. Aparentemente no tienen nada que ver con el resto de la velada, en realidad contribuyen a crear la atmósfera única de Alchemy.