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Aladino y los flips del palo en Rawálistan sobre su mágica patineta
de Antonio J. Rodríguez

Ésta es la mierda. Corre una tarde aún medioveraniega de octubre, y a modo de diadema se sirve de unos ajustados auriculares dentro de los cuales Lauryn Hill está aullando con su afromegáfono: «Es divertido cómo el dinero cambia las situaciones», y etcétera. Junto al MACBA, Mahad-Yazdán, de 19 anyos, masca un chicle atento al escaparate de una tienda de pasteles mientras ostentosamente cuenta los billetes en la cartera. Podría parecer que lleva un rollito como chungo y peligroso, pero en realidad es tan auténtico como Michael Bolton cantando rap en su coche de camino al trabajo en Office Space. Acaba de dar por concluido su suenyo de convertirse en patinador tras tantos errados intentos desde que con un sobrepeso demoledor se subiese a su primera tabla a los 13, tronchándola nada más poner su primer pie en ella, como si la tabla hubiese sido construida con cerillas o mondadientes, para risas de sus companyeros de instituto, que todo el rato le preguntaban a cuántos aborígenes se había comido, creyendo que en Irán se practicaba el canibalismo.
Mahad-Yazdán viene de vender su última adquisición por cincuenta pavos. Mahad-Yazdán, con una camiseta de Malcolm X tiznada de naranja, entra a la pastelería y se compra un merengue con forma de caca de cartoon, terminado en una voluta, ya sabéis, y luego se dirige a la plaza para hacer tiempo mientras llegan sus hermanos. Mientras espera observando a los patinadores, sus carótidas se ponen gordas de pensar en cómo estos blancatas han adoptado el lenguaje no verbal de los negros, que los blancos son los nuevos negros, y que los iraníes de tez marrón como él son el nuevo apartheid cuyo único aporte a esta ciudad son los shawarmas y demás movidas grasosas. Nunca se ha resignado a ser un gordo comepollos de un país en vías de extinción, que era como le llamaban sus companyeros de instituto, cuando en realidad querían decir país subdesarrollado. Ésta es la verdad.
Dando vueltas por la plaza se encuentra a una companyera de clase sentada sobre un pequenyo muro y acompanyada de su pandilla de amigas, que siguen el ritual patriarcal de comer pipas en la plaza del MACBA, como halcones que aguardan flotando en el aire a la espera de arrebatar su comida de las garras de los adversarios. Palmira lleva puesto un holgado jersey de varón rollo vintage anyos ochenta con el dibujito de un lémur pixelado y tejido con lana, bluyins ajustados, gafas oscuras rollo John Lennon, y el pelo dorado cubierto por un gorro de montanya. Mahad-Yazdán la saluda infructuosamente, pues Palmira no ha reparado jamás en él durante las clases de economía aplicada, o si lo ha hecho no desea que nadie lo asocie con el caníbal zampashawarmas. Con todo, él decide sentarse a escasos metros de Palmira sobre el murete. Por allí anda Alejo Claramunt.
Alejo Claramunt trabaja en una tienda de tablas y ropa ancha y todo el mundo flipa cuando se pone a hacer flips y movidas con la patineta. Poco a poco, la gente del MACBA suelta sus rudimentarios vehículos de cuatro ruedas para ver a Claramunt en acción. Porque Claramunt hace que a los ninyos les brillen los ojos y a las mqmfs se les electrocute la permanente o se le ricen las cerdas de su cráneo como a una estrella de soul.
Pero eso es hasta que en un mal giro el patinador cae en posición de misionero sobre el cuerpo de Palmira, y la tabla sale disparada hacia el jeto de Mahad-Yazdán, de manera que el merengue que devora se le estampa en la cara como aquella vieja animación cinemática del payaso cometartazos, y el susto hace que pierda el equilibrio sobre el muro y caiga hasta el cemento a un metro y pico de altura.
Mahad-Yazdán no se rompe ningún hueso. Su cuerpo está ileso. Pero un siniestro silencio se hace en el MACBA, y a lo lejos algunas carcajadas empiezan a tronar; la vida de Mahad-Yazdán se funde entonces en gris con esa pantalla de merengue empanyando sus ojos, y piensa: «Ahora vais a flipar pero bien».
—Para entender las líricas de Mu hay que vivir en Barna —dice Alejo Claramunt, pronunciando ésta última palabra en slow-mo, haciendo vibrar sus carnosos labios con tal intensidad que en ese instante fugaz las interlocutoras acaban por preguntarse si precisan visitar a su nefrólogo de confianza, o qué. Porque Alejo Claramunt es la clase de persona que tiene pases VIP en espectáculos del ex Siete, y cuya existencia cobra sentido dando vueltas con la patineta entre la Barceloneta y Colón, cuando no zigzagueando por los rincones del barrio, vestido con una sempiterna camisa de lenyador de $79. Si os dicen que el Raval es negro o que aquí abundan las busconas y rufianes y toda esa cosa gangsteril de telediario, mienten. Alejo Claramunt significa el éxito social entre la juvenalia del lugar, y todo el mundo sabe que la patineta, pese a sus guinyos a la streetwear gorda y los pantalones duros rollo Volcom y así, marcas antes utilizadas por obreros fabriles gracias a su resistencia y dureza frente a los contratiempos, en verdad es una movida increíblemente blancata y cara de verdad. Como el snowboard. ¿Y quién practica snowboard? Oíd esta palabra: snowboard. Se os llena la boca de fresca nieve si la pronuncias bien; si estáis fuera de onda, si vais de wannabes como Mahad-Yazdán, es como si mascaseis mierda. Saborear nieve fresca, mascar mierda. Esa es la diferencia. Pero Alejo Claramunt no es ningún wannabe. Él lleva los pantalones Volcom muy bien puestos por el barrio. Tanto es así que lo llaman Aladino. Aladino porque su patineta no tiene ruedas. Tiene alas como los pollos: Alejo Claramunt, dice Mucho, os da más vueltas que un pollo al ast. Alejo Claramunt, Palmira lo sabe, es lo más. Y por eso, en lugar de enojarse cuando sus globos sirven de colchón al cráneo de Aladino, lo que hace es invitarlo a su fiesta de la cerveza en su piso compartido con estudiantes de muchas nacionalidades y tres continentes, donde más pertinente es parlar asiáticas lenguas que catalá, em seguiu, xavals?, benvinguts al Rawalistán.
Lo que ocurre entre Alejo Claramunt y Palmira debe explicarse a través de la parábola del culo y las tetas. Pero antes de eso hay que decir que Palmira es la clase de estudiante de intercambio que empezó a fantasear con la idea de residir en la ciudad más low fi de Barna tras el doble visionado de Vicky Cristina y Una casa de locos, y que si bien es verdad que a Palmira le iban más los artistas de patillas bandoleras y unyas extralargas para puntear guitarras espanyolas, en sus primeros días del fin de verano en Barna, antes de comenzar sus clases de economía, se dejó seducir por otros guiris mayores que ella que conocía en páginas de Internet, y que la invitaban a lúgubres tabernas irlandesas o a falsos restaurantes étnicos, y que el mal rollo llegó cuando una noche un guarda urbano la multó por beber birra en la Plaza Real. Resignada y después de comprobar el fiasco del espot del de Niu Yor Siri, Palmira se encogió de hombros y empezó a vivir su experiencia barcelonesa con aquellos multiculturales companyeros de piso, festejando keggers rodeada siempre por su pandilla de it girls y pomposos maricas que pasan las tardes del viernes viendo patinadores en la plaza del MACBA, y luego soplan didgeridoo. Pero tampoco.
A las chicas les gustan los culos de los chicos, y a los chicos les gustan las tetas de las chicas, pero la yuxtaposición de órganos erógenos no tiene por qué dar como resultado un sexo brillante. ¿Y qué ocurre cuando una it girl como Palmira menea sus balones contra el culo de Alejo? Absolutamente nada. Y algo parecido es lo que Alejo Claramunt siente mientras se hace a Palmira sobre el futón. En lugar de estar gastando sus calorías contra la grupi, preferiría seguir fumando yerba con sus amigas mientras escuchan Digitalism, o incluso durmiendo en su propia casa, es lo que piensa mientras lo está petando.
¿Pero qué ocurre esa tarde con Mahad-Yazdán? Mahad-Yazdán suspende su encuentro con sus hermanos y enfila fuera de la cuadrada plaza concreta del MACBA, limpiándose el merengazo con la palma de la mano y lamiéndolo después libidinosamente. Mandibuleando. Claramunt no lo sabe, pero ésta es la segunda vez esta semana que humilla al iraní de acromegálica cabeza à la Lovecraft; la primera tuvo lugar cuando paseaba por una rambla, y Aladino Alejo, acompanyado de una chica, le siseó muy educadamente para pedirle una birra sexi. Aunque entonces nadie asiste a la humillación, Mahad-Yazdán se disculpa muy educadamente diciendo que él no pasa birras, pero en cuanto Claramunt se aleja en dirección a otro latero, el iraní le reprende con insultos racistas.
Lo que Alejo Claramunt no podría imaginar es que Mahad-Yazdán vive arriba de la Diagonal, cerca de Travessera de Gràcia, en una especie de palacete mucho mayor que el piso compartido de Palmira, rodeado de lujo, ostentación, una bodega de botellas de cava denominación de origen que la caucásica criada emplea para banyarlo una vez a la semana antes del consuetudinario masaje de pies, paredes forradas de oro y gatos de angora.
Su padre —que siempre va por el barrio con una chaqueta de cuello nehru, turbante, camisa blanca y la mano ensortijada de gordísimos anillos de oro, anillos que valen más que vuestras vidas— no está montado en el oro negro, pero casi. El padre de Mahad-Yazdán es el propietario de la mayor franquicia de döner kebabs de toda Catalunya, responsable de la alimentación de cientos de miles de jóvenes catalanes y guiris, el puto rey Midas del colesterol. Todo lo que toca con sus manos grasosas se convierte en riales iraníes. Él es el hombre que va a arruinar a esos hamburgueseros yanquis de mieeerda, dice. Alguien que sabe muy bien que la guerra de Irak no fue por petróleo, fue por el anarquismo empresarial con el que los turcos y sus vecinos se comían al payaso amarillo, invadiendo países cruzados que caían desarmados ante el esplendor de una Jerusalén mahometana en llamas. Pero Mahad-Yazdán, que en algún momento de su vida decide rebelarse contra el imperio familiar, aunque aceptase los imperativos de su padre que le conminaban a estudiar economía, quiere hacer lo suyo.
Quiere hacer su mierda.
Esto no significa que cuando Mahad-Yazdán se mire en el espejo al salir del banyo de cava mientras la caucásica criada le pone la bata de guatiné no vea $$ en sus pupilas. La movida es que Mahad-Yazdán, a diferencia de su padre, ha nacido en Europa, y eso significa que la opulencia que rodea su vivienda, su madre y sus otras nueve madrastras cubiertas de un velo, le hacen sentir vacío.
Vacío significa que lo que a él le gustaría ver son cachas y muslos prietos caucásicos rebozados en aceite de carne de dürum. Haciendo clap, clap.
Clap. Clap.
Y aunque ahora nadie sospecha de él, Mahad-Yazdán tiene la llave para entrar en el paraíso en la tierra, se dice para sí antes de guarecerse en su despacho lleno de iMacs y disenyos que empapelan las paredes, porque ahora ya faltan escasos días para que su suenyo se cumpla.
Entre tanto, Alejo Claramunt, que carece de toda educación afectiva como así ocurre con gente como él, que todo lo ha obtenido sin demasiado esfuerzo, empieza a notar como la relación con su chica (no Palmira, sino su chica, su pava, su pollita, la mujer con la que dice querer tener hijos) atraviesa un terreno sinuoso, algo que bien podría salvar si de una tabla se tratase, pero su chica no es una tabla, y alguien tan ocupado en su tienda de rudimentarios vehículos de cuatro ruedas y streetwear carece del tiempo que los flirteos ocasionales requieren. La lógica le lleva a pensar que Palmira podría servirle como provisional salvación, pero después de dos citas, en una de las cuales se deja olvidado junto al futón su anillo de prometido, desaparece. Claramunt vuelve con su chica y la pandilla de gafotas con una tiesa risa en el jeto por culpa de la bofetada verde.
Pasan los días.
Sumido en su tristeza, Alejo Claramunt cabecea a primera hora de la manyana en su tienda de tablas en la plaza Vicenç Martorell auténticos pepinos del rap sueco cuando un agente comercial de una nueva marca de ropa gorda aterriza para camelarle de que compre su mierda, que actualmente es la mejor mierda del mercado. Claramunt se agarra el mentón mientras el comercial desprecinta unas cajas en donde hay tablas y camisetas con stencils de un iraní recibiendo un merengazo impreso como logo. Como le parece divertido, compra todo el stock del comercial, y a lo largo de la manyana su tienda se le empieza a llenar de ninyos arios y adolescentes que esperan a que comience la temporada de snowboard en Andorra. Según pasan las horas, los ánimos de Claramunt despegan mientras su caja registradora se llena de dólares y de panoja. Pero eso es hasta que, en un momento en que el estrés le lleva a dejar la tienda sin nadie al cargo, decide salir a hacer un piti. El piti, sin embargo, se le cae de la boca boquiabierta y batiente cuando ve frente a la tienda a Palmira sentada en una terraza, riendo muy fuerte con alguien. ¿Y quién es ese alguien? Pues es el hijo de puta con suerte de Mahad-Yazdán, que ahora se presenta al mundo como la versión paki del gordo de D12. Con la cara llena de papada y la calva afeitada coronada por un gorro de ducha, lamiendo piruleta. Del cuello le cuelga una cadena de oro en la que brilla una reproducción de diez centímetros de la Virgen de Guadalupe bañada en oro. Tiene las manos cruzadas a la altura de la genitalia. Pero en un momento despega una de ellas para saludar a Aladino. Alejo Claramunt maldice esa característica y brillante sonrisa en la cara de un negro que se le ha puesto a Mahad-Yazdán, y entonces Mahad-Yazdán pone las manos a modo de bocina, y aúlla:
—¡Soy el puto genio de la lámpara! ¡Frótamela, blancata! —y Palmira se inclina hacia a él y le planta un besito en la mejilla.
Pronto Mahad-Yazdán será la clase de alumno al que sus profesores llamarán para explicar su filosofía de branding en la facultad de económicas, a lo que él responderá: «Mi filosofía soy yo», y todo el anfiteatro aplaudirá entusiasta, mientras en el proyector aparecerán imágenes de la plaza del MACBA llena de gente que chorrea su merengazo en la ropa. Las estudiantes de intercambio fliparán con él, y los gorditos de su facultad habrán adelantado en las quinielas a los escuálidos pantalones de pitillo. Éste será el legado de Mahad-Yazdán en el skate. Y aquí es donde acaba de cumplir la primera venganza contra Alejo Claramunt. Pero aún falta algo muy importante.
Looptroop es el temazo que suena en el teléfono de Alejo Claramunt, que descuelga la llamada viendo cómo a veinte metros de él, Mahad-Yazdán aprieta con su gordo índice un extrafino teléfono enmarcado en diamantes, tecnológicamente mejor que el suyo. Con una voz conciliadora, el iraní le dice que un pajarito le ha dicho que ha dejado tirada a Palmira y ha vuelto con su chica. Le dice también que el mismo pajarito le ha informado de que en su última cita con Palmira se dejó un anillo por el cual su chica no para de preguntar, y que, como seguramente no quiera que su chica sepa de la localización del anillo, él puede decirle cómo conseguirlo de vuelta, y entonces Mahad-Yazdán le chiva la dirección de su casa y le da una hora.
Esa tarde, Alejo Claramunt ha tomado la decisión de seguir las instrucciones de Mahad-Yazdán y se presenta en Gràcia. No obtiene respuesta al hundir su dedo en el botón que anuncia la residencia de los iraníes, pero la chicharra metálica vibra y le deja paso a la untuosa recepción del bloque. Luego en el ascensor sube a la última planta del bloque, donde le atiende quién sabe si una exótica mujer islámica cubierta de un velo, que lo guía por el laberinto de pasillos del palacete hasta las saunas.
Una vez dentro de la sauna, otro criado del palacete le invita a que se desnude si quiere seguir su camino, cosa que Claramunt acepta porque ya es demasiado tarde como para dar marcha atrás. Con los ojos guinyados para afinar la visión entre la densa pantalla de vapor que llena estos cubículos de azulejos, Alejo va abriéndose paso hasta llegar al último cubilete. La luz escasea y solo puede tantear las paredes, pero entonces encuentra algo que resplandece en lo que parece una especie de desagüe.
El patinador se agacha para coger la pieza de joyería, y entonces Mahad-Yazdán lo aborda en toalla por detrás. Y detrás de Mahad-Yazdán se encuentra una pérfida Palmira, que lo está grabando todo. Mahad-Yazdán se pone carinyoso. Le dice que puede llevarse su anillo, pero que todo este tiempo ha estado fantaseando por las noches con acariciar sus duros muslos musculosos ejercitados en la ciencia del patín. También le dice que su único objetivo con la empresa de ropa gorda y tablas no era restregarle el merengue por la boca, o sí, eso es secundario, pero en cualquier caso lo primero es llamar su atención y aportarle felicidad pecuniaria, ya que aquella otra, la felicidad afectiva, no la había encontrado. Pero eso es porque Alejo no quiso, aunque aún está a tiempo de saber cómo se las gastan en Irán.
—Te voy a ensenyar yo lo que es la felicidad afectiva —aúlla al fondo de la sauna el rey del kebab, imprevisto con el que Mahad-Yazdán no había contado.
Palmira, un poco disgustada por lo que acaba de ver, abandona el palacete oriental y siente náuseas por haber sido engañada y utilizada por alguien como Mahad-Yazdán. Cuando llega a su piso multicultural ve el vídeo que ha filmado en la sauna, y poco a poco la niebla empieza a disiparse, y piensa que bueno, que puedes ser un iraní gordo y caer moderadamente bien a la penya. Que incluso puedes ser un iraní gordo al que las cosas le marchen moderadamente bien, y parapetado por esa instantánea del discapacitado paralímpico que supera las barreras de la naturaleza seguir cayendo simpático. Que puedes ser un tío de Oriente Medio muy gordo que se jacta de ser negro, y que entonces todo empezará a ir realmente mal. Pero tronko, nunca seas un jodido gordo iraní montado en el rial que se jacta de ser negro como el carbón y además tiene inclinaciones gayers.
Eso nunca. Eso es demasiada desviación.


Ilustración de Federica Salemi

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