Un trozo de otra mujer
de Matías Candeira
La historia comienza en el mismo lugar donde todo desaparece: la mesa metálica, la luz de neón, los bisturís brillantes, los fórceps, y con esa coloración de los maderos que pasan mucho tiempo bajo el agua, el cuerpo de la mujer. Se llamaba Erika Santoni, una joven de ojos grises que había recibido un balazo de su compañero hacía tan solo un par de horas. Por encargo especial de un superior, yo tenía orden de efectuar una autopsia sobre la trayectoria de la bala y la causa —si es que queda alguna duda sobre ello— de su muerte. Como siempre, un aburrido examen, procedimientos de bisturí y petición de pruebas corroboraron que la bala había hecho bien su trabajo. Erika era una mujer atractiva como pocas habían pasado por la mesa de autopsias, y ni siquiera el agujero de bala en el pecho, de un color oscuro y terrible, o esa tonalidad vítrea de la piel, me impedían verla hermosa como un rubí. Era hermosa por sus grandes ojos grises que no miraban a ninguna parte, su palidez de ahogada… Y era aún más hermosa por su mano. La mano es, por supuesto, lo más importante de mi querida Erika. Quizá porque estaba llena de abalorios extraños y de cicatrices poco terrenales. Según el informe, Erika Santoni era médium y espiritista de profesión. A lo mejor porque cada uno de sus dedos, las finas venas azules o la curva de las uñas me recordaban a Isabel. Isabel, que en paz descanse, habría dicho que su mano era mucho más hermosa que la de Erika y me habría negado un beso. Pero Isabel estaba muerta.
No sé por qué hice aquello. Todavía me pregunto qué fue lo que me llevó a serrarla, introducirla en la bolsa de plástico y bajar la cabeza al saludar a la recepcionista cuando regresé a mi apartamento. Era una mano hermosísima, así de sencillo, y por eso me la traje. No soy un hombre que proceda así normalmente.
Descansó unas horas en un cubo atestado de hielos. Procedí, no obstante, a amenizar su descanso con ópera. Me encanta la ópera. Es magnífica cuando has de tratar con los muertos: los adagios resucitan a cualquiera. Quizás la condición de pertenecer a una mujer que trataba con cosas de otros mundos, el hielo o el arrojo del tenor que sonaba en aquel momento, fue lo que pareció resucitar el pulgar, y un segundo después, los otros cuatro dedos. Se incorporó con agilidad y comenzó a reptar por la repisa del baño, de un lado para otro. Sobra decir que me atraganté con la cena cuando poco después, de un salto atlético, la vi encaramarse a la mesa de la cocina y señalarme. Por Dios bendito, una mano que anda no es una cosa que se vea todos los días. Pero uno se acostumbra a ver tanto… A mí me resultaba encantadora: la blancura fina en la piel, igual a un desierto en calma, y aquellas uñas brillantes que repiqueteaban en la superficie de la mesa. Cómo iba a negarme a darle la bienvenida.
La mano anduvo hacia mí, eso es todo. Supongo que era obvio lo que estaba solicitando, y puesto que no podía hablar y tampoco resultaba tarea fácil que consiguiera utilizar el lenguaje de los signos, yo la acompañé al cuarto de invitados y preparé sábanas limpias. Una vez que la cama estuvo lista y la mano arropada debidamente, le dije:
—Que duermas bien.
Por cumplir, juro que lo hice por cumplir. Entonces apagué la luz. La pobre comenzó a agitarse, se zafó del edredón y correteó inquieta por la cama.
—Bueno, vale. Te dejo la lamparita encendida.
Ella se quedó relajada, con la palma completamente extendida y —supongo que respiraba así— subiendo su muñeca serrada arriba y abajo. Como un angelito.
No debía gustarle la oscuridad.
Vivir con una mano derecha, hasta resulta paradójico. De ningún modo iba a negarme a darle la bienvenida. Ejercíamos una convivencia magistral, todo un ejemplo para el resto. ¿De qué iba a servir asustarse por sus correteos en la oscuridad del pasillo cuando el reloj daba las doce? ¿Debía extrañarme por esos dibujos de formas rúnicas que hacía en el espejo del baño mientras que yo estaba duchándome? Serían cosas de su cuerpo anterior, asuntos de espiritistas, clarividencias que la gente mundana no comprende.
Mis horarios no variaron mucho. Si acaso, para que no medrara su ánimo la monumentalidad de mi piso, a veces la llevaba al laboratorio para que se entretuviera un poco mientras yo trajinaba con las autopsias. Una vez que el hogar nos acogía, a mí me resultaba extraño que el recuerdo de Isabel no me golpeara como en épocas anteriores. Antes lo único que me calmaba era la lectura de un libro encuadrado en géneros comerciales o la contemplación de los diplomas del pasillo. Cuando la mano vino a vivir conmigo dejé de interesarme por mis méritos —nunca llegué a contar los premios que recibí—, y los guardé todos en un armario.
Los lunes alquilábamos una película, preferentemente una comedia, y pasábamos a la luz de la lámpara del salón nuestras veladas. A la mano le desagradaban las policíacas: cada vez que el detective se entretenía sopesando teorías en el escenario del crimen y algo de sangre se veía, aunque sólo fuera un mínimo charco o un agujero de bala, ella se encogía con una rigidez aterradora, cerraba el puño y se daba la vuelta hasta que la escena hubiera terminado. Imagino que esos cadáveres de la pantalla, desmadejados como trapos húmedos en la penumbra de un hotel de mala muerte, o aquella voz del asesino que instaba al inspector a correr y correr para llegar a tiempo, le recordaban a sombras vívidas, llenas de dolor, en las que no quería corretear otra vez.
Lo que puedo afirmar, sin lugar a dudas, es que aquella convivencia no adolecía de peleas inútiles que quizás, con un cuerpo completo, sí hubieran existido. Nos gustaban las mismas cosas, teníamos preferencia por el recogimiento y jamás surgía ningún tipo de problema sobre los menús, puesto que ella sólo se alimentaba de aire y agua fría. No diré que la mano era demasiado presuntuosa, pues mi cariño por ella supera los límites que me permitirían acusarla de algo —hacía mi vida algo más llevadera y eso era lo único que necesitaba—; aunque no puedo negar que le gustaba acicalarse. Cada dos semanas, ya al término de la cena, extendía la palma en la repisa y yo, erigido como estilista improvisado, escogía el mejor esmalte para sus uñas, se las repasaba con la lima —la del meñique a conciencia porque tomaba una forma más peligrosa que la de los otros dedos— y soplaba con delicadeza las limaduras que pudieran quedar. Ella exigía con su dedo índice que algo del presupuesto se fuera en abalorios, collares y otras joyas, y lo cierto es que no le valía cualquier tienda de mercadillo para adquirirlas. Gustaba de acicalarse para las cenas, y si éstas eran con velas y propiciaban un ambiente algo más romántico, siempre se ponía una pulsera de oro que yo le había regalado unos meses después de nuestro primer encuentro. Para compensarme, después solíamos jugar una partida de ajedrez. Digo yo que, por ese asunto de ser la mano de una espiritista reputada, siempre acababa ganándome.
Pasaron semanas, meses enteros, ya no quedaba ningún diploma colgado. Mi apartamento, al recibir todos los días los juegos y correteos de la mano por el pasillo, denotaba un vigoroso estado de salud. Puede que nuestra complicidad terminara por cambiar su ánimo. Una tarde empezó a esperarme apoyada en el alféizar de la ventana. Al llegar del hospital, solía verla encogida sobre las macetas de geranios. Y si alguien concibe que una mano pueda mirar al horizonte y volverse nostálgica, entenderá que su palma extendida, rodeada de flores y siempre al atardecer, estaba en comunión con ese sentimiento. Siempre que la llamaba podía tardar un poco en salir de su ensimismamiento y acercarse.
Poco a poco ella varió sus rutinas. Cambió el cuarto de invitados y que yo la arropara por acudir a mi habitación y escurrirse entre las sábanas gélidas. Algo debía estar cambiando, es lo que me figuro: empezó a obcecarse en salir fuera a que nos diera un poco el aire, y se escondía en el bolsillo de mi gabán al cruzar la puerta. A veces, doña Rosa, la vecina, coincidía con nosotros en el ascensor. “Qué buen aspecto tiene usted, doctor”, decía. “Si parece que haya rejuvenecido diez años”. Y la mano, sabiéndose protagonista en mi cambio emocional, me daba palmaditas de afecto, y cuando doña Rosa no estaba mirando, me acariciaba el vientre desde el interior del bolsillo.
Luego solíamos acudir a un rincón del parque del barrio. Escogíamos aquel banco de piedra porque nadie miraba ni había niños. Especialmente, nos fijábamos en que no hubiera perros merodeando. Esto era por la simple razón de que los perros y su tendencia al juego irracional podría haber ocasionado que uno se fijara en ella y la confundiera con una pelota o algo parecido. Cualquiera sabe que eso, un perro correteando por un parque con una mano humana en la boca, habría ocasionado desmayos innecesarios entre los transeúntes. Al anochecer, seguíamos sentados en aquel lugar. Súbitamente, ella entrelazaba sus dedos con los míos. Yo le besaba las falanges con esas formalidades de caballero tan propias del siglo diecinueve. ¡Había tanto amor en esos besos! Recuerdo su lunar al inicio del meñique. Esa cicatriz blanca, enroscada como una cuerda, en la yema del pulgar… Demasiado hermosa.
Lo único que ocasionaba mis enfados era el asunto de Isabel. La mano no entendía que a mí me costara habituarme a no pronunciar el nombre de Isabel cuando estábamos juntos. Presuponía que era fácil no acordarse de ella, que en paz descanse. Se negaba a cenar conmigo si me descubría mirando alguna vieja foto de mi difunta mujer u ordenando sus antiguas cosas. Detestaba que hiciera eso. Podía notar su rencor, como si un dedo apuntara de manera acusadora al centro de mis intenciones. Era pronunciar su nombre por casualidad y ya cerraba el puño y se negaba a abrirlo en toda la noche. Después, yo me pasaba horas gritando al altillo, donde ella se había encaramado y se negaba a responder.
No quiero atreverme a decir esto, no es justo para la mano, pero en ese asunto parece que nunca nos entendimos. Fueron pasando los meses y comencé a descubrir que las fotos de los álbumes donde Isabel y yo nos abrazábamos estaban rotas, o que su cara estaba borrosa, tachada por una gran X de sangre. A veces, un olor a quemado emanaba del antiguo cuarto de matrimonio. Si me acercaba a investigar, la mano rápidamente salía de la habitación. Creía oír por la noche el sonido del retrete vaciándose, y por la mañana descubría que la antigua ropa de Isabel —sus camisas de invierno, un vestido que se ponía siempre en vacaciones— iba desapareciendo de los armarios. Faltaban anillos, colgantes… Yo no quería pensar en aquello, pero me apenaba, claro que me apenaba. Significaba borrar cosas, aprender a olvidar. Eso nunca resulta fácil. Si quería tenerla en casa tendría que acostumbrarme. Por eso nunca me atreví a decirle nada. Así, a los dos años de vivir con ella tampoco quedaron en la casa recuerdos de Isabel —los había hecho desaparecer todos—. La mano pareció creer mis excusas cuando, una tarde de abril, le susurré entre los dedos que los había destruido. Odiaba mentirla, pero no podía hacer otra cosa. Y se quedaron guardados —ahí siguen— bajo llave, en un lugar donde nunca pudiera encontrarlos o, con el tiempo, yo mismo los olvidara del todo. Quizá no. Las cosas estaban así y era inútil tratar de enfrentarse a ella. Tenía una fuerza descomunal, sobre todo en el pulgar y en el índice; algo verdaderamente desproporcionado. Más de una vez, cuando después de la cena se ponía a juguetear con una moneda gruesa, vi cómo la doblaba sin apenas esfuerzo. Aunque trataba de evitar esos pensamientos, no me costaba mucho imaginar que, si no le hacía caso, quizás una noche sus dedos húmedos se cerraran en torno a mi garganta, por sorpresa, con un crujido de huesos por todo mensaje. Dios mío, era sencillo al fin y al cabo. La mano se desvivía porque yo estuviera bien, y debo decir que yo la amaba, más y más, con cada segundo juntos. Ahora parecía que le gustara estar horas apuntándome con el índice, y si leía alguna novela ligera, se apostaba sobre mi regazo y a mi asentimiento pasaba la hoja. Además, estaba más mimosa que de costumbre: notaba las caricias por las noches justo cuando estaba a punto de caer en el delirio del sueño. Su dedo, recién acicalado por la lima, rozaba mis piernas, el hueco entre los dedos de mis propias manos, el vientre, los ojos, sí, mis ojos completamente cerrados y suspendidos en la oscuridad de la habitación. Era la calma de esa otra vida.
Por todas estas cosas —recuerdos hermosos, al fin y al cabo—, nuestro romance acabó llegando a un punto de inflexión, y debo decir que me alegro. Aquel día que pasamos por el centro de la ciudad supe definitivamente que no había marcha atrás en nuestra andadura juntos. Nos detuvimos en los puestos de flores del mercado y compramos varios ramos de diferentes especies: unos gladiolos irían bien para el salón. Los eligió ella desde la intimidad del bolsillo. Nos disponíamos a volver a casa, cuando por casualidad pasamos ante una concurrida joyería. La mano hizo una seña al rebasar el escaparate. Supuse que se había encaprichado de alguna pulsera o algún collar. Entramos y nos quedamos mirando. Había una señora que elegía un collar de perlas y con un caniche bajo el brazo, un niño chupando un caramelo, amarrado a su madre, una pareja joven y un hombre que paseaba la mirada por un montón de vitrinas y parecía terriblemente preocupado. La mano empezó a acariciarme dentro del bolsillo, tras apuntar con el dedo hacia uno de los expositores. Yo me acerqué. Sentí que el estómago se me encogía.
—¿Estás segura? —le susurré, tras cerciorarme de que nadie nos miraba. Ella hizo la misma seña, instándome a que lo observara detenidamente.
—¿Estás completamente segura de que quieres ése?—repetí—. Es un poco caro.
Desde el interior de la chaqueta, me dio un puñetazo sentido.
—Vale, vale —dije; ahora me cubría con la manga al hablar con ella para que pareciera que tosía o me faltaba el aire—. No hace falta que te pongas así.
Había quedado un dependiente libre. Lo miré y le hice un gesto para que se acercara. Luego señalé el anillo.
—¿Es para un enlace? —preguntó, mientras introducía la llave en el panel y corría el cristal—. Éste es de oro blanco y con una incrustación de rubíes. Una excelente elección, si me permite que se lo diga.
Yo escruté el interior de mi bolsillo. La mano había tomado forma de garra, y me pareció que estaba rígida y me observaba atentamente, como si en cada una de las puntas de sus dedos habitara un ojo. El dependiente tampoco me quitaba la vista de encima.
—¿Y bien? —dijo aquel tipo.
Sentí las piernas heladas, a la mano tensándose en el hueco del abrigo, y sin darme cuenta ya había extendido los dedos y podía notar, despacio, cómo aquel hombre depositaba el anillo en el centro de la palma.
Incluido en La soledad de los ventrílocuos
(Tropo editores, 2009)
Ilustración de Francesco Bevilacqua