Un contracuento italiano
de Jenn Díaz
Durante algún tiempo Ilaria tuvo miedo
de que volviera Napoleone, y había
pensado que si volvía lo cogería y lo llevaría
en taxi hasta un barrio lejano, al Eur
o a Villa Borghese, de manera que no pudiera
encontrar el camino de regreso a casa.
Natalia Ginzburg
Ilaria se había subido al tejado, por la tarde, y medio anciana como estaba tenía miedo de bajar, pero Abriguito parecía que no tenía prisa, así que iba demorando el temor de caerse de allí mirándolo y diciéndole: gato bueno, Abriguito, gato bueno, tú me vas a ayudar a bajar de aquí. No sabía muy bien qué la había empujado a seguirle, aquella vez, de tantas veces como Abriguito subía al tejado, pero se sentía tan triste, y miraba tantas horas al gato. Y además últimamente, desde que estaba en celo, pasaba demasiado tiempo fuera de casa, y conseguía, estúpido gato, hacerla sentirse sola. Así que allí estaba, el sol casi poniéndose, Abriguito jugando con una teja partida, intentándola levantar con las patas (sin éxito). Como en una cita, apareció por allí Napoleone, el gato de la joyera. De nuevo Napoleone, tan enfadado como siempre, erizándose y provocando a Abriguito, que cuando lo veía se transformaba. Está bien, se dijo Ilaria, y se incorporó y le dijo a Abriguito que se estuviera tranquilo, que mamá (había cogido esa estúpida manía de nombrarse la madre del gato, ajena como era ella antes a todo aquel mundo de los animales y el amor que encierran) te va a ayudar esta vez. Napoleone le había atacado hacía dos semanas y Abriguito, herido y con algunos órganos internos magullados, había estado a punto de morirse. Con la mala suerte que había tenido últimamente Ilaria con los gatos (por no mencionar el resto de cosas), no estaba dispuesta a que de nuevo Napoleone viniera a molestarlos, a turbar su pequeña (muy pequeña) parcela de paz. Medio anciana como estaba se levantó y cogió a Napoleone, que la arañaba sin que ella, decidiendo mentalmente su plan, reparara en los zarpazos. Con el gato en brazos, y Abriguito persiguiéndola como si fuera un niño pequeño, Ilaria entró en casa, tomó el monedero, se lo puso debajo de la axila y salió a la calle a buscar un taxi. Antes le cerró la puerta a Abriguito y le dijo, acariciándole la cabeza, que ya estaba, que mamá (de nuevo aquella estúpida manía, debía dejar de decirle eso al gato) esta vez, se lo había prometido cuando estuvo tan malo, se lo había prometido, iba a ayudarle.
-Lo siento, señora, pero no acepto animales en el taxi. Mucho menos un gato, que soy alérgico -dijo el conductor.
-¿Entonces por qué ha parado, señor? Y disculpe el atrevimiento, no quiero pasar por una maleducada.
-Porque quizá podría hacerme una buena oferta, nunca se sabe -dijo él.
Y era verdad que nunca se sabía, asintió Ilaria, porque ella misma tenía un gato en las manos que no le pertenecía, y estaba dispuesta a llevarlo lejos, bien lejos, donde fuera, para que no atacara a Abriguito, que sólo hacía semanas que lo tenía y apenas había logrado quererlo como ella esperaba. De modo que se subió al taxi convencida de que la oferta sería irrechazable para aquel hombre. Bonito gato, dijo él, después de arrancar y darle al taxímetro un toque acostumbrado y ágil.
-Sinceramente, señor, no es necesario que sea amable ni gentil, ni siquiera educado. Este gato no es mío, no debe, de verdad le digo, ser amable con él.
-De acuerdo -dijo el conductor, preparando mentalmente una tanda de preguntas.
Ilaria dejó el gato a su lado, y Napoleone la miraba con una cara que, ella sospechaba, era la que le ponía a la joyera: era por eso que la joyera quería a ese animal, por esa cara como de persona, como que la miraba y entendía. En verdad los gatos entienden, dijo Ilaria al conductor.
-Napoleone sabe que lo voy a abandonar -dijo, pensando en alto-, y por eso me mira así. Nunca antes le vi estos ojos. Será por eso…
Pero se calló, porque sabía que estaba hablando más de la cuenta. El conductor le dijo que todavía no había dado ninguna dirección, ninguna aproximación del lugar donde querían ir, ella y el gato. Napoleone y usted, dijo. Ilaria detestó al hombre, que estaba humanizando a aquel dichoso gato asesino, llamándolo por su nombre. Chico listo. Pensó un momento en Abriguito, en cómo maullaba por las noches y se quedaba inmóvil después de haber sido atacado por Nápoli (que así lo llamaba la joyera; sin duda, por esa cara de hacía un momento). Miró al gato, que la observaba, y dijo, bajito: malo, gato malo. No pensaba Ilaria que Napoleone tuviera esa cara y esos ojos, porque siempre lo veía enfadado, y siempre estaba Abriguito de por medio, y, sinceramente, eso la cegaba por completo, porque verdaderamente hacía de madre, a pesar de los prejuicios que había tenido siempre con las personas que trataban a sus animales domésticos como si fueran bebés.
-A Villa Borghese -dijo Ilaria.
El taxista dijo que él vivía muy cerca de allí. Ilaria reconoció que nunca había estado, y que además sólo pensaba ir una vez. Quería dejar allí a Napoleone y venirse. No sabía por qué estaba siendo tan sincera con aquel hombre, pero no podía remediarlo. Quizá saber que era alérgico a los gatos y que no aceptaba animales en su coche, no sé, le hacía pensar que no amaba demasiado ese mundo en el que ella se veía, irremediablemente, inmersa. Pensó que no tenía necesidad, el hombre, de saber todos los detalles. De pronto supo que Nápoli y el conductor miraban de una manera parecida: él desde el retrovisor central, el gato desde el asiento de al lado. Napoleone se había quedado quietísimo desde que habían entrado al coche, y la miraba obsesivamente.
-En verdad los animales entienden -se decía.
Volvió a dirigirse a él, acercándose un poco, y dijo: muy malo. Se acordaba mucho de Abriguito. Pensó en qué pasaría si la joyera se enterara y lo cogiera a él y se lo llevara, también, lejos. Incluso más lejos de Villa Borghese. Se puso a llorar. El gato se acercó un poco y ella detestó aquella actitud melosa.
-En verdad sí -dijo el conductor, pensativo.
-¿En verdad qué?
-Que sí, señora, que los animales entienden. Mi primera mujer tenía un gato. No tenía nombre y no tenía necesidad de llamarle nunca, porque no se separaba de ella. Y sí la entendía, a ella. A mí no tanto.
Ilaria ya hacía rato que se había dado cuenta de que no era alérgico, porque no había mostrado en ningún momento señal alguna de alergia. No pensaba decirle nada al respecto. Pensó que las personas, en verdad, y aunque a veces parezca que no, también entienden. Se preguntaba si el gato había sido la causa de que su primera mujer ya no lo fuera, y estuvo largo rato pensando si el conductor tenía una segunda mujer o si, por el contrario, tenía ya la tercera o, quién sabe, la cuarta. O ninguna mujer. Nápoli (cuando no le daba miedo lo llamaba así, como la joyera) la seguía mirando; evitó sus ojos humanos mirando por la ventanilla. Había un poco de tráfico y Villa Borghese parecía que estaba todavía más lejos. No le preocupaba en absoluto lo que aquel viaje le costara, porque, sin que se diera cuenta, le había robado a Pietro un poco de dinero que, por supuesto, pensaba devolverle en cuanto pudiera; lo que le preocupaba de veras era deshacerse de aquel animal cuanto antes. Napoleone apoyó una pata en su pierna, después la otra. Cuando Ilaria se giró, medio anciana, medio asustada como estaba, vio que se estaba estirando, de nuevo como si fuera una persona, y que estaba tumbándose a su lado, dejando caer parte de su peso sobre ella. ¿Haría eso también con la joyera? A lo mejor era la primera persona a la que se lo hacía. Abriguito era cariñoso, pero nunca había hecho eso. Malo, le dijo. Como convenciéndose a sí misma.
-¿Tiene hijos? -preguntó el conductor.
-Sí, una hija. Se llama Aurora.
-¿Le gustan los gatos, a ella? -pensó, por un momento, que Napoleone era de la tal Aurora, y que lo iba a abandonar como en una venganza familiar. No sabía por qué, pero se había convencido.
-Bueno, no es que no le gusten. Sí le gustan. Pero de una manera pasiva, ¿entiende? Yo creo que prefiere los perros. Los perros son muy pesados.
El conductor estaba de acuerdo, los perros son muy pesados, pero Ilaria no tenía demasiado claro si lo hacía por complacerla. Napoleone se había quedado dormido. Aprovechó para mirarlo detenidamente, ahora que no podían molestarle sus ojos de hombre: tenía una pequeña mancha en la barriga, de color negro, que contrastaba con las vetas marrones del resto del cuerpo, y tenía la barriga gorda, como si la tuviera llena de patatas; respiraba acompasadamente, la mancha se le hacía grande y pequeña, grande y pequeña; una oreja se le había quedado mal puesta sobre su pierna. Ilaria cogió la oreja con cuidado y se la colocó bien.
-Ahora pienso, ahora que Napoleone se ha quedado dormido, ahora pienso que en verdad no entienden nada, los gatos.
-Yo creo que sí, señora. Estoy convencido.
A su primera mujer el gato la entendía perfectamente. Era verdad que a él no le había entendido en todo el tiempo que había vivido con su primera mujer, pero no le cabía duda de que los gatos sí entienden. O al menos pueden elegir entender o no, y depende de la persona. Ilaria le habló de Abriguito: se lo habían traído en una caja de zapatos cuando todavía era pequeño. Cuando Aurora era pequeña lloraba todos los días porque se había encaprichado del perro de una niña del colegio. La madre de la niña llevaba al perro a la salida y él se abalanzaba sobre ella lamiéndole toda la cara. Ilaria estaba convencida de que Aurora lo que quería no era un perro, sino un hermano. Eso no se lo dijo al conductor, pero lo pensaba. Volvió a mirar por la ventana, con muchas ganas de llorar, porque se acordaba de que no podía comprarle un perro a Aurora, aunque pensara que son pesados, los perros, se lo habría comprado; acababa de quedarse viuda, y aquella información le valía para justificarse casi de cualquier cosa de aquella época. Seguía siendo viuda, pero ya no pesaba tanto.
Se preguntaba por qué Napoleone aquel día atacó a Abriguito, por qué había intentado matarlo. Y por qué había subido al tejado otra vez, enfadado, hacía sólo algunos minutos. La culpa de que Nápoli no viera más a la joyera ni a nadie más era absolutamente suya. Estaba a punto de comentar todo aquello en voz alta. En ese momento, el conductor frena de golpe y el gato se cae en el hueco de los pies. Casi se salta un semáforo, lo siente. Ilaria había dejado de respirar unos segundos y estaba verdaderamente conmocionada por la caída de Nápoli. Lo coge y le pregunta si se ha hecho daño. El gato la mira fijamente, con lástima humana.
-¿Está bien? -pregunta el conductor, sudando.
-Eso parece.
Ilaria se coloca a Napoleone en la falda y pone las manos a los lados, sin tocarlo, sin una caricia. Pero ahí está. En sus piernas. Siente cómo va respirando. Al principio un poco agitado, del susto, y después más tranquilo. Pensaba en ese rato que la mancha de color negro que tiene en la barriga está en ese momento rozando su ropa, quizá dejándole pelos. Se preguntaba si al llegar a casa Abriguito lo notaría, que ha tenido a Napoleone encima. Se sentía una estúpida por pensar eso, y volvía a tener ganas de llorar. Desde que le habían traído a Abriguito en una caja no dejaba de sentirse tonta muchas veces; cuando cocinaba y le hablaba al gato y de pronto se daba cuenta de que se había marchado a jugar con alguna mosca, o cuando se despertaba en mitad de la noche y veía que Abriguito se había bajado de su cama y estaba tumbado en el suelo, o cuando iba por el mercado y alguien le preguntaba cómo estaba, como si se tratara de su hijo. De un hijo tonto, pensaba. Pietro pensaba que se había vuelto loca con todo aquel tema de los gatos, pero ella estaba convencida de que sólo se sentía un poco sola. A lo mejor todavía era una viuda reciente, a pesar de los años. A lo mejor influía que Aurora se hubiera ido a vivir a una casa de campo y tuviera tres perros a los que no les hacía demasiado caso. Decía que los animales agradecían eso, que los dejara libres, y que estaban muy sanos y hermosos. Se lo decía en las cartas. Ilaria se sentía menospreciada por aquello de los tres perros en libertad. Los perros son de un pesado terrible, pensaba, y además seguramente no entendían.
-¿Usted cree que los perros entienden, señor?
-¿Sinceramente? -dice el conductor, sudando todavía por el incidente.
-Por favor.
-Creo que los perros son pesados. Eso creo.
Villa Borghese no debía de estar ya muy lejos, pero el viaje se le estaba haciendo algo largo. Napoleone seguía sobre sus piernas y ella no era capaz siquiera de mover un pie que se le había quedado en mala posición y se le estaba quedando dormido. Parecía que era la primera vez que tenía un animal encima. Se dio cuenta de que así era. Desde que le habían traído a Abriguito no había sido capaz de pasar ni un solo minuto con el gato encima, sobre las piernas, acariciándole la barriga, las piernas, la cabeza. Cuando se le murió el primer gato, sólo unos días antes de que le trajeran aquella caja de zapatos donde estaba Abriguito todavía sin nombre, echó muchísimo de menos eso: no haberlo acariciado suficiente, porque le daba un poco de miedo y también un poco de asco. Se dijo que, cuando tuviera otro gato, lo tendría mucho más así, como estaba teniendo en esos momentos a Nápoli, pero acariciándolo, contándole cosas. De modo que Napoleone era el primer animal al que ella tenía, por así decirlo, en brazos. Movió un poco una mano… estaba temblando, y Napoleone la volvió a mirar, estando allí encima. Cerró los ojos y pensó que era Abriguito a quien tenía encima. Le acarició un poco el lomo, la cabeza, le hizo cosquillas en las orejas. Cuando acabó, dejó una mano apoyada ahí, sobre el gato. Napoleone ronroneó y movió la cabeza y un poco la cola.
-No sé si los gatos entienden. Pero éste, desde luego, sí.
Quitó las manos de ahí, porque en ningún momento había logrado convencerse de que era Abriguito. Se sentía, de pronto, tan incómoda. Con muchas ganas de llegar a Villa Borghese y perder de vista para siempre a aquel conductor y a aquel gato que miraban tan parecido. Creyó que de aquellas caricias Napoleone había interpretado que ya no iba a abandonarle, así que lo cogió y lo dejó a un lado, en el asiento. Para que entendiera que nada había cambiado.
-Por favor, vaya un poco más despacio. No importa el dinero. He vuelto a dejar al gato en el asiento, no quisiera que…
-No sabía que lo tenía encima -dijo el conductor.
-Pues ya ve…
Estaban ya llegando. Lo sabía por un cartel que había leído, y porque el conductor iba mirando a un lado y a otro como buscando una dirección. Quizá había decidido dónde dejar a Napoleone, puesto que ella nunca había estado en Villa Borghese y no tenía ni idea de cuál sería el mejor sitio. Ella sólo quería que Abriguito estuviera a salvo.
Decidió en ese momento que volvería a casa en autobús. No sabía cuánto podría tardar, pero no importaba. En casa ya sólo le esperaba el gato. Pietro se iba a casar por la iglesia y estaba con su prometida eligiendo el vestido. Le había advertido sobre la mala suerte de que el novio viera el vestido antes de la boda, pero pensaba que igualmente las cosas no les iban a ir bien.
Cuando llegaron por fin a Villa Borghese, Ilaria se bajó del taxi y le hizo una señal a Napoleone para que bajara él también. Napoleone se lo pensó, pero finalmente dio un salto desde el asiento de atrás y se quedó a sus pies, mirándola. Aquellos ojos. Dichosos ojos. Ilaria metió la cabeza en el coche, desde la puerta abierta de atrás, para pagarle al conductor. Desde hacía un rato iba barajando la posibilidad de que aquel hombre, que por supuesto no era alérgico a los gatos y se había olvidado ya de la oferta irrechazable de Ilaria, se quedara con Nápoli. A lo mejor no era tan malo, el gato. Pero le daba vergüenza. No sabía siquiera su nombre, ni si trataría bien a Napoleone. No sabía nada. Prefirió dejar a Napoleone suelto. A lo mejor Aurora tenía razón y los animales agradecen la libertad. Se dio cuenta de que a ella la libertad no le servía absolutamente para nada, y que a lo mejor a los gatos tampoco. Pagó. Le dio las gracias sinceramente. Le dijo que cogería un autobús para volver a casa, que si sabía dónde encontrar la parada. El hombre le indicó, y le dijo que, si quería, podría llevarla de vuelta. No hará falta que me pague, le dijo. Pero Ilaria contestó que le apetecía estar sola. A veces me pasa, dijo, como justificándose. El conductor dijo que a él también le pasaba algunas veces. Se despidieron estrechándose las manos con fuerza. La ventanilla del taxi empezó a subirse despacio, mientras el conductor fingía indiferencia ante aquella despedida. Ilaria miró a Napoleone por última vez y le pareció que se iba a echar a llorar. Con lágrimas, como una persona. Se acordó de Abriguito y también de la joyera, de las ganas de Aurora de tener un hermano, o un perro. Le pidió al conductor que volviera a bajar la ventanilla.
-Señor, quizá usted… podría… Se me ocurre que…
-Sí, desde luego. Quizá a la Rirí le guste.
-¿Quién es la Rirí? ¿Su hija?
-Mi mujer. La tercera.
Ilustración de Emanuele Giacopetti